¿Son de alguna utilidad los cuñados?

Portada de un número de La Codorniz durante la guerra que el hebdomadario declaró a Inglaterra en 1956. De izquierda a derecha: Álvaro de Laiglesia, Enrique Herreros, Sara Montiel, Rafael Azcona, Fernando Perdiguero y Remedios Orad.

El concepto cuñao viene utilizándose de un tiempo a esta parte como personificación de lo rancio, del lugar común, como figura ineludible y pagada de sí misma que te da la turra con ínfulas de sabiduría popular. Más allá de vínculos familiares, queramos o no, el cuñadismo –un género en sí mismo- forma parte del acervo cultural popular, al igual que los correos ratoneros entre oficinistas y las imitaciones de Chiquito. Esta fuente inagotable de clichés que se bifurca entre lo gañán y lo tuno, la obviedad y el tipo sobrado que va de facilitador, la supo desentrañar soberbiamente el escritor y guionista Rafael Azcona, un maestro a la hora de sacar punta a estos mimbres del costumbrismo.

Bajo el buen criterio de la editorial riojana Pepitas de calabaza, vemos publicado ¿Son de alguna utilidad los cuñados? Todo Azcona en La codorniz. Volumen II: (1956-1958), que no es un ensayo sobre la condición cuñada, sino una recopilación de escritos para la revista satírica donde Azcona extrajo del ánimo ceniciento de la sociedad española el lado más expresivo. Su desazón dominical poseía un tono irreverente pero nunca despiadado, un humor oscuro pero no cínico, cordial –por familiar- pero no melindroso y sin caer en el buenismo. Una de sus críticas más sagaces fue para el mundo de las apariencias, un afán de ostentación más vigente que nunca: “Usted puede propinarle un puntapié a su complejo de imbécil, como se lo propinan los demás, también aprisionados ahora entre las garras de esa sensación. Todo lo que tiene que hacer es ducharse, vestirse y salir a la calle. Y una vez en ella, mentir como un bellaco”, escribe en 1956 en Artículo que debe usted leer apenas se despierte el día primero de año.

Precisamente, lo impactante de estos textos es lo mucho que aquella sociedad se parece a la nuestra medio siglo después, y la conclusión no provoca sonrisa alguna. Su entonces limitada libertad recuerda a la deriva anémica que vivimos hoy, también amordazada. Ése es el drama al que apunta Azcona, miseria moral con estrecho margen de maniobra. Porque su gran acierto fue revelar con lucidez el interior del señor corriente con sus problemas cotidianos, con sus reveses domésticos, y ahí es donde captamos nuestro retrato. Misma sordidez, pero amplificada.

Por otra parte, como mejor se conoce la obra de Azcona es por los guiones de las películas de Luis G. Berlanga, una filmografía plagada de damnificados con destinos poco dignos cuyos esbozos puede reconocerse en este volumen. En su faceta fílmica, destaca El Verdugo (1963), donde José Luis, su protagonista, siempre se ve superado por las circunstancias, abocado hacia aquello que le disgusta, como tener que ajusticiar a un reo y, entre otras cosas igualmente desagradables, padecer por narices a su cuñada, vaya. Para el lector que quiera desempalagarse de los retorcidos delirios del post-humor y de franquicias de monologuistas estomagantes, Rafael Azcona actúa como un bálsamo, del que el autor Santiago Lorenzo se perfila en lo literario como actual sucesor.

No sabemos para qué sirve un cuñao, para todo y para nada, pues lo mismo te recomienda el negocio donde le hacen precio o te aconseja invertir en preferentes. Lo que sí es imposible es reprimir en algún momento dado al cuñao que hay en ti. En el 2015, lo que no reprimiremos es la emoción por la publicación del tercer volumen titulado Repelencias. Dibujos y viñetas (1953-1956), que los azconistas atesoraremos como oro en cuñao.

Por Dani Nicolau

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