Nueva York es una ciudad que no descansa en su afán de innovación culinaria. Cada trimestre, docenas de aperturas pretenden instaurar una nueva estética del sabor, una nueva gramática del plato o una nueva narrativa sensorial para justificar un precio. En este ecosistema hiperestimulante, hay restaurantes que, sin levantar la voz ni coreografiar la experiencia, logran establecer una presencia sólida. Scarpetta es uno de ellos.
Ubicado en el interior del hotel The James NoMad, Scarpetta no es un lugar que prometa ruptura, sino permanencia. No trabaja desde la espectacularidad ni desde la nostalgia, sino desde una especie de modernidad sobria, contenida, más cercana al lenguaje arquitectónico que al culinario: proporción, materiales nobles, estructura clara y armonía funcional. La atmósfera resulta neutra pero cálida, sofisticada pero sin impostura, como si el restaurante hubiese aprendido a respirar al mismo ritmo que la ciudad, sin necesidad de reclamar protagonismo.
En esta escena, el menú aparece como una cartografía de lo esencial. No hay proliferación de platos ni barroquismos retóricos en las descripciones. Hay una conciencia clara de lo que se quiere decir y una voluntad firme de expresarlo sin desvíos. Quien se acerque buscando fuegos de artificio, espumas conceptuales o provocaciones performativas, saldrá decepcionado. Pero quien sepa leer en la sobriedad la complejidad técnica, encontrará aquí un lugar de recogimiento sensorial.
Entre las propuestas más logradas, el pulpo a la brasa sobresale por su equilibrio de texturas y temperaturas: cocción precisa, tan tierna como firme, acompañado por un guazzetto que actúa como una capa de humedad ligeramente aromática sobre una composición vegetal medida. No hay intención de impresionar, sino de armonizar. Lo mismo sucede con los raviolis rellenos de cacio e pepe, donde el puerro asado y la mantequilla marrón revelan una profundidad inusitada para un plato que, en otros contextos, podría ser anecdótico. Aquí, cada elemento responde a una lógica interna, a una decisión deliberada que convierte al conjunto en una miniatura de perfección.
Las vieiras (scallops) son otro ejemplo de dominio del gesto culinario. Selladas con matemática precisión, aparecen escoltadas por ingredientes que dialogan entre sí sin saturar: calabacín, ajo de primavera, guanciale. El ácido leve de una gremolata de albahaca y limón aporta una tensión cítrica que despierta el paladar sin perturbar la serenidad del conjunto. Es un plato que no grita, pero que deja una huella táctil y duradera.
El spaghetti con tomate y albahaca —una especie de manifiesto silencioso del restaurante— representa quizás el momento más claro de la filosofía Scarpetta: tomar lo arquetípico, limpiarlo de ornamentos y ejecutarlo con una precisión quirúrgica. Aquí no se juega con la tradición, se la honra. Y al hacerlo, se la resignifica. Lo sencillo se vuelve extraordinario por la vía de la maestría.
Como epílogo, el Prime Sirloin de 30 oz funciona casi como una escultura comestible. Corte generoso, tratado con la reverencia debida, marcado con rigor y servido al punto exacto. La carne no es una excusa para el resto del plato, sino su núcleo gravitando. Las guarniciones —espinacas trufadas, papas fingerling, espárragos, cebollas agrodolces— no rivalizan, acompañan. El resultado es una oda silenciosa al producto, que exige respeto y devuelve satisfacción.
La carta de vinos acompaña esta sobriedad con una amplitud que impresiona: más de 200 referencias, con especial protagonismo de etiquetas italianas, borgoñas y champagnes, alojadas en una elegante cabina de cristal visible desde el comedor. No hay presencia española, ni se echa en falta. Aquí, la selección funciona como un repertorio afinado, construido más desde la coherencia que desde la obligación de cubrir geografías. Cada botella parece elegida para dialogar con la carta, no para llenar estanterías.
El servicio, por su parte, se alinea con esta misma filosofía: presencia atenta, lenguaje preciso, cero afectación. Hay conocimiento, hay observación, y sobre todo, hay un respeto tácito por el comensal que ya no necesita ser educado ni entretenido, sino acompañado.
Scarpetta no es un restaurante “de moda”, ni desea serlo. Su posición en la escena gastronómica de Nueva York es, en cierto modo, la del clásico moderno: aquel que no cambia con las temporadas, pero que sobrevive a ellas con naturalidad. En un panorama dominado por el exceso —de discurso, de técnica, de ego—, su propuesta representa un punto de inflexión silencioso. La prueba de que la relevancia no siempre se consigue haciendo más, sino haciendo mejor.
Por Mister Gregory