Contar la carrera por la Capital Europea de la Cultura desde Palma obliga a cambiar el enfoque. Aquí no se trata tanto de retiradas ni de favoritos como de qué modelo de ciudad quiere promover Europa cuando mira al Mediterráneo.
Desde una isla, las preguntas son otras. No van de velocidad ni de acumulación, sino de equilibrio. De cómo sostener una vida cultural real en un territorio limitado, presionado y expuesto. En Palma, la cultura no es un adorno: es una herramienta para ordenar la ciudad y pensar su futuro.
El interés por saber quién llegará o no a la fase final del proceso es comprensible, pero secundario. Lo verdaderamente relevante es que Palma ha entendido que aspirar a la Capital Europea de la Cultura no consiste en exhibirse, sino en demostrar la capacidad de transformación de una ciudad a través de la cultura.
Ciudades como Granada, Burgos, Toledo, Cáceres o León parten de una fortaleza evidente: el peso de la historia. Su reto es convertir ese legado en proyecto vivo, no en argumento suficiente.
El norte plantea otra lógica. Oviedo representa una forma distinta de entender la cultura: menos vinculada al impacto inmediato y más a la continuidad, a la política pública sostenida, al sistema.
Desde Palma, sin embargo, la cuestión central es otra. La insularidad no permite imposturas. No se puede disimular el límite físico ni la presión externa. Eso obliga a pensar la cultura como gestión del equilibrio: entre apertura y protección, entre hospitalidad y cuidado, entre identidad y sostenibilidad.
Y aquí el Mediterráneo no es un concepto abstracto. Es el mismo mar que une Palma con Malta. Un espacio cultural, histórico y político compartido. Un mar que ha sido frontera, conflicto y mezcla, y que sigue marcando la vida de las ciudades que lo habitan.
En ese contexto, la comparación con Las Palmas de Gran Canaria tiene un límite claro. Ambas comparten condición insular, pero no el mismo sistema cultural ni geopolítico. El Atlántico ha configurado históricamente una lógica vinculada a la conexión transoceánica, la emigración y los flujos globales, mientras que el Mediterráneo se ha construido como un espacio de proximidad, intercambio continuo y conflicto compartido entre orillas. Pensar lo isleño como una categoría homogénea es una simplificación. Palma es una isla mediterránea y forma parte de ese contexto específico: el mismo mar que conecta Mallorca con Malta, un espacio donde la historia, la cultura y una cierta magia mediterránea siguen funcionando como lenguaje común, con retos y responsabilidades propias.
Por eso la referencia a Malta no es casual. Europa ya ha señalado que le interesa escuchar a los territorios que viven en el límite, pero también en el corazón de una cultura compartida. El Mediterráneo no es un decorado cultural: es un espacio vivo, frágil y decisivo para entender el presente europeo.
Desde Palma, la pregunta no es quién se retirará del proceso. La pregunta es qué ciudades están utilizando esta candidatura para repensarse de verdad. Porque la Capital Europea de la Cultura no distingue a quien más promete, sino a quien demuestra que la cultura puede funcionar como estructura de ciudad, no como una sucesión de eventos. Y eso, desde una isla mediterránea, no se plantea como ambición, sino como necesidad.
Por Alou
